Por Joaquín Rodríguez (Teamlabs)
Kenneth Ewart Boulding, economista, coinventor de la teoría general de sistemas, decía que “para creer que la economía puede crecer infinitamente en un sistema finito hay que ser un loco o un economista”. En una fecha tan temprana como la de 1966 ya advertía, en The economics of the coming spaceship earth, de que la producción y el consumo a ultranza no eran necesariamente buenos, por mucho que los economistas al uso prefirieran seguir presos dentro de ese círculo vicioso. Susan George añadiría, algunos años después: “como las finanzas y la economía son de importancia primordial en el universo político y de los economistas de la corriente principal, estos creen que la expansión de la captación de recursos, la producción y el consumo no tienen límites”.
No sólo hemos hecho caso omiso a estos y otros avisos sino que, como todos los datos apuntan y la crisis internacional corrobora, hemos abundado en las contradicciones del sistema hasta llegar a poner en peligro la supervivencia del género humano: extraemos sin tasa ni medida recursos naturales no renovables para alimentar una maquinaria de producción que funciona bajo el principio mitológico del crecimiento continuo (medido mediante el PIB) y la no menos legendaria promesa del pleno empleo (legendaria porque todo el mundo la evoca y todo el mundo sabe que es inalcanzable). Esa mentalidad productivista a ultranza genera nuevos artículos y servicios deliberadamente obsolescentes para alentar el consumo perpetuo, lo que a su vez aviva el círculo del crédito y el endeudamiento, en un círculo que nada tiene de virtuoso. El endeudamiento crece (en España se calcula que alcanza el 115% de la renta familiar) y la maquinaria productiva se resiente porque no tiene quien la sostenga.
Mientras tanto, todo lo que se entiende por patrimonio común, por procomún -el clima, los recursos naturales, los alimentos y el agua pero, también, la educación, la salud o el crédito financiero-, ha sido supeditado y puesto al servicio de la especulación financiera y la ideología productivista que menosprecia el valor del bien común. No supone esto un ataque a los mercados, sino una mera constatación de la realidad.
Tim Jackson, Catedrático del Centro de Estrategia Medioambiental de la Universidad de Surrey y Presidente de la Sustainable Development Commission, promovida por el Gobierno británico, concluyó, en un informe imprescindible titulado Prosperity without growth. The transition to a sustainable economy, que de lo que se trataba era, precisamente, de pensar en una macroeconomía ecológica capaz de trascender la ideología de la producción incesante poniendo por delante los valores del medioambiente y los anhelos y capacidades humanas. En Francia, en el año 2008, la Commission on the Measurement of Economic Performance and Social Progress, promovida por el Presidente de la República y liderada por dos Premios Nobeles de Economía, Joseph E. Stiglitz y Amartya Sen, abogaron, en su Report of the commission on the measurement of economic performance et social progress por una redefinición de los instrumentos de medición macroeconómica para ponerlos al servicio de lo que verdaderamente importa. En sus propias palabras: “…it has long been clear that GDP is an inadequate metric to gauge well-being over time particularly in its economic, environmental, and social dimensions, some aspects of which are often referred to as sustainability”.
Las conclusiones no son difíciles de extraer: en el fondo seguimos atados a la ideología fordista del consumo y la producción circulares: “pago a mis trabajadores para que puedan comprar mis coches”, decía Richard Ford, pero la realidad es que hoy no puede existir prosperidad sin el fundamento sobre el que la construimos, nuestro entorno y sus recursos, y la única forma de no sobreexplotarlos y aniquilarlos, la única manera de no destruirnos en esa aturdida carrera hacia no se sabe dónde, es dejar de considerarlos como instrumentos o externalidades al servicio de un sistema económico que los devora en una carrera irreflexiva; es resituarlos en el centro de nuestras preocupaciones como un bien común que debe ser solidario, inteligente y racionalmente gestionado.
Eso puede entrañar, claro, que la lógica del consumo que sostiene el sistema se volatilice y que debamos redefinir cuáles son los valores sobre los que se asiente una nueva economía respetuosa con el medio y con los valores humanos fundamentales. Y eso debería suponer, sobre todo, que discurramos sobre cuáles son los indicadores que deben balizar nuestras actividades económicas, indicadores que apunten hacia un horizonte de bienestar compartido alejados ya de la mera demanda agregada, del mero consumo, extracción, facturación y explotación, más cerca de otras alternativas ya en marcha como las expuestas por Stiglitz y Sen o por el Indice de desarrollo humano (IDH), el mismo índice de desarrollo ajustado por desigualdad (IDHD), el PIB Verde, el Índice de progreso real (IPR), la Huella Ecológica y/o Huella hídrica, etc.
Transformar nuestros índices de medición del bienestar es, simultáneamente, transformar nuestra percepción de lo que vale la pena preservar, darnos la oportunidad de pensar el mundo en el que queremos vivir de una manera diferente, una batalla más cultural e intelectual que propiamente económica, aunque en esa confrontación intervengan intereses económicos cruciales que harán lo posible por perseverar en las lógicas y los parámetros tradicionales.
