Por Joaquín Rodríguez (Teamlabs)
La primera manera de asegurarse de que sobrevendrá un cambio abrupto en la economía de consecuencias inmensurables es negar que esté sucediendo nada o que, en todo caso, lo que viene sucediendo y lo que se vislumbra que sucederá -el calentamiento progresivo, el deshielo de los polos, la desaparición progresiva de los glaciares, la acidificación de las aguas marinas, la migración de especies animales en busca de otros ecosistemas, la desertificación acelerada- no es más que la aceleración propiciada por lo humanos de una tendencia históricamente natural. Basta con haber leído algo sobre paleoclimatología, como el magnífico Los tres jinetes del cambio climático, para saber que la situación que vivimos ha sido fruto, enteramente, de la intervención humana en los últimos 200 años y que nunca en la historia se había documentado un impacto de semejante dimensiones en los ecosistemas en tan escaso margen de tiempo. Negar, por tanto, que el modelo extractivo sobre el que está basado nuestra economía, el modelo de supuesto crecimiento ilimitado fundamentado sobre el consumo perpetuo, el modelo propulsado por el consumo de energías provenientes de los combustibles fósiles, sea la fuente del cambio climático y de sus irreversibles consecuencias, es la garantía de que el modelo mutará de manera abrupta cuando el ecosistema se vuelva (que ya se ha vuelto) contra nosotros. En nuestro país contamos con buenos e innumerables ejemplos de negacionismo básico: en el famoso Planeta azul pero no verde amparado por la Fundación FAES, se advertía contra el imaginario “alarmismo climático” y contra la insignificancia de “el aumento en unos grados de la temperatura global". Hoy, algo más afectados por la presión popular y las presiones de los colectivos ecologistas, el Comisario Europeo de Acción por el Clima y la Energía advierte no tanto de los peligros del consumo intensivo de energías fósiles sino de la evidente dependencia energética del continente europeo: la solución es aparentemente sencilla: confiarse a la extracción de gas licuado mediante fracturación, que solamente genera una creciente y suicida liberación de metano a la atmósfera. En todo caso, seguir esta opción es afianzar, por defecto, el cambio de modelo económico.

La segunda de las opciones es romper con la linealidad del proceso productivo en el que está basado nuestra economía, quebrar la noción de que quepa seguir extrayendo de manera ilimitada materias primas y combustibles fósiles para arrojarlos después a unos sumideros que ya no tienen capacidad de absorber nuestros gigantescos desperdicios. La mitología sobre la que se basa nuestra manera de producir y consumir sostiene que una vez acabada la vida útil -acelerada por la obsolescencia programada- de los bienes que consumimos, debemos y podemos deshacernos de ellos sin miramientos, de la cuna a la tumba.
Fue seguramente Michael Braungart uno de los primeros que retó este (des)orden de las cosas: se trata, básicamente, de imitar los metabolismos biológicos de otras especies cuya biomasa es más importante que la de los seres humanos sobre la tierra, especies que no producen deshechos, que reintegran sus desperdicios como nutrientes en un bucle virtuoso. Braungart propone un horizonte de crecimiento ilimitado, bueno para la industria y bueno para los ciudadanos, basado sobre la invención y desarrollo de nuevos materiales que se reintegrarían con naturalidad a su metabolismo técnico respectivo una vez que hubieran sido utilizados, sin generar residuos tóxicos, forjando bienestar global. Tal como puede verse en la presentación que Braungart realizó en la Universidad de Standford, la innovación es sin duda la clave del desarrollo de los negocios, pero una innovación que se dé como imperativo la armonía perfecta entre el medioambiente y el desarrollo. Cradle to cradle, de la cuna a la cuna, sería una alternativa biomimética a los metabolismos destructivos de la industria tradicional, una especie de camino intermedio que no afectaría tanto al consumo como a la producción.
De una opinión similar es Ellen MacArthur, la fundadora de la Fundación del mismo nombre dedicada a promover los valores de una industria capaz de concebir circularmente sus procesos productivos: tal como reza su página de apertura y el contenido de todos sus manuales, “una economía circular es aquella que es restauradora por diseño, y que tiene como objetivo mantener los productos, componentes y materiales en su más alta utilidad y valor en todo momento, distinguiendo entre los ciclos técnicos y biológicos”. Un reto, por tanto, para el rediseño de los materiales utilizados y sus ciclos de vida; para el rediseño de las fuentes de abastecimiento energético; para el rediseño de los procesos de producción; para el rediseño de los modelos de negocio. No pretenden tanto, en consecuencia, reducir el consumo -aunque se promueva el consumo consciente y se anime a la reutilización y el reciclado- como asegurarse de que los insumos sean ilimitadamente reutilizados dentro de un modelo productivo circular.
La tercera de las opciones es, obligatoriamente, la más disruptiva y distante, la que pone en evidencia las contradicciones inherentes al sistema productivo derivado del capitalismo y la que plantea una alternativa que revierte las inercias y certezas de su modelo productivo: el decrecimiento. Ya lo había escrito Cornelius Castoradis en L'Écologie contre les marchands: “la ecología es subversiva porque pone en duda el imaginario capitalista que domina nuestro planeta. Cuestiona el motivo central, según el cual nuestro destino es el aumento imparable de la producción y el consumo. Muestra el impacto catastrófico de la lógica capitalista sobre el medio ambiente y sobre la vida de los seres humanos”.
El decrecimiento es una corriente de pensamiento político, económico y social favorable a la disminución regular controlada de la producción económica, a la derogación del PIB como índice absoluto de progreso y bienestar, al desmontaje de los flujos lineales y extractivos de producción industrial, a la disminución voluntaria del consumo en pro de un estilo de vida más austero acorde a los límites naturales de los ecosistemas, todo con el objetivo de establecer una nueva relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza, entre el ser humano y el tiempo, entre los propios seres humanos entre si.
En palabras de Serge Latouche, en el libro La apuesta por el decrecimiento: "la consigna del decrecimiento tiene como meta, sobre todo, insistir fuertemente en abandonar el objetivo del crecimiento por el crecimiento, […]“, meta que solamente cobra sentido cuando se mantiene la (insostenible) hipótesis de que el crecimiento, el consumo y la extracción de energías ligadas a los depósitos fósiles son ilimitadas. Cuando se comprende que eso no puede ser así y que las métricas que utilizamos para medirlo son contraproductivas y quedaron ya anticuadas -tal como aseguraban Joseph E. Stiglitz y Amartya Sen, en su Report of the commission on the measurement of economic performance et social progress -, parece razonable pensar que el decrecimiento podría ser una vía abierta a una nueva economía creativa echa a la medida de los límites ecológicos y de las necesidades humanas.










