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La importancia del trabajo en laboratorio y la cultura del prototipado

lafuente
27 de mayo de 2019

El doctor en ciencias físicas e investigador del CSIC y miembro del Consejo Asesor de Teamlabs, Antonio Lafuente, nos habla en este artículo de la importancia del trabajo en laboratorio y la cultura del prototipado para poder favorecer los cambios en las organizaciones, y, en definitiva, también en las sociedades. 

Para Lafuente, se hace necesaria una herramienta o un entorno para trabajar en los márgenes del mundo, sin que por ello estos se comporten como organizaciones extremistas, aunque sí radicales.

Para el investigador, el mejor espacio, por tanto, es un laboratorio: un lugar destinado al trabajo en equipo, a la experimentación, al cuestionamiento de supuestos y a la producción de cosas inacabadas y perfectibles.

Según nos explica Lafuente, el propósito del laboratorio es precisamente el de sumar más experiencias, más actores y más saberes, para liberar ese conocimiento que está estancado y silenciado. 

Y si el laboratorio es el escenario, el prototipo es la forma de trabajar que hemos adaptado. Por lo que recomienda salir de la idea de la cultura del proyecto y adentrarse en la del prototipado.

Lafuente nos hace una potente reflexión sobre la necesidad de la experimentación para poder hacer los cambios necesarios, y en ella, podemos atisbar cómo Teamlabs se antoja como uno de esos laboratorios donde se trabaja en equipo, con saberes diversos, y donde, además, se cuestionan diferentes supuestos, y, en definitiva, donde se trabaja en base a un aprendizaje radical, para que las organizaciones avancen, así como los saberes y la propia sociedad.

 

 

El mundo es una construcción híbrida y está tan profundamente entrelazado que todas las personas y organizaciones dependemos unas de otras. Ninguna acción es por completo autónoma y todas cuentan con la existencia operativa e invisible de un sin fin de infraestructuras que garantizan servicios básicos de energía, sanidad, transporte o seguridad. En el lenguaje de los negocios hay una palabra para nombrar esta interdependencia funcional: externalización, una práctica tan ordinaria en nuestras vidas que apenas la percibimos.

Externalizamos nuestras necesidades cada vez que para viajar, gestionar o producir compramos los pasajes, los programas o los artefactos que ofrecen una multitud de proveedores. No siempre,sin embargo, sabemos lo que necesitamos y, en consecuencia, tenemos dudas sobre qué dirección tomar. No siempre podemos satisfacer nuestras necesidades a través del, digamos, departamento de compras o haciendo una simple consulta.

 

A veces se trata de decisiones estratégicas de gran trascendencia y que reclaman mayor seguridad no sólo en la identificación de los problemas para los que buscamos respuestas contrastadas, sino también en las consecuencias que se deriven de cada una de las opciones consideradas. Delante de asuntos complejos o controvertidos todo se puede hacer muy confuso. En tales circunstancias, lo sabemos, el centro de gravedad de nuestras preocupaciones se desplaza desde la búsqueda de soluciones hacia la promesa que encierran las buenas preguntas. Pero las preguntas no caen de cielo, ni se pueden comprar: hay que trabajarlas, lo que es tanto como decir que necesitamos investigar incorporando mucho trabajo de campo, mucha experiencia de los concernidos y, desde luego, toda la capacidad que tengamos para contrastar puntos de vista y validar las propuestas iniciales. Las soluciones prêt-à-porter no sólo no arreglan nada, sino que suelen complicarlo todo. Los conocimientos de despacho pueden parecer rotundos pero viven sin alma, son propuestas zombie que hay que evitar.

 

La solución está en las preguntas y, con frecuencia, son las preguntas mismas. Hay que aprender a construir buenas preguntas. Las organizaciones grandes cuentan con inmensos recursos para conseguirlo pero son lentas, burocráticas y temerosas. Les cuesta mucho decidir porque cualquier desenfoque puede tener enormes consecuencias. Se han acostumbrado a caminar con pies de plomo y muchas veces se las califica de paquidermos. Es normal que adopten muchas precauciones. Han aprendido a desconfiar y por eso necesitan apoyarse en organizaciones pequeñas que hayan dado pruebas de resilencia, flexibilidad y capacidad de acción. Hablamos de organizaciones a las que sienta bien su calificación de emergentes y que, por tanto, se sienten bien en entornos donde la incertidumbre, la inestabilidad y la fluidez es el caldo de cultivo donde operan, crecen y se hacen funcionales. La grandes, en cambio, tienen pánico de verse arrastradas por prácticas que podrían destruir su autoestima, su operatividad y quizás su imagen. Es comprensible mesurados, sin embargo, no debe conducirnos a la parálisis.

 

Para los problemas complejos y/o controvertidos se hace necesaria la colaboración entre los dos tipos de organización que estamos comentando: las consolidadas y las emergentes. Nada es más recomendable que crear las condiciones para ese encuentro.

 

En realidad no estamos hablando sólo de tamaños, sino de culturas organizativas asociadas a diferentes escalas de funcionamiento. Hay muchas organizaciones pequeñas que siguen patrones de conducta previsibles y que también experimentan los cambios como amenazas. Las organizaciones pequeñas en las que pensamos son recursivas. Decimos que una práctica o un colectivo es recursivo cuando tiene incorporada en su ADN la capacidad para revisar una y otra vez los procesos en los que están involucrados hasta obtener los resultados esperados, cambiando lo que sea necesario en cada parte del itinerario.

Son organizaciones experimentales que practican la rutina del ensayo-error y que, en lenguaje popular, tratan de no tropezar dos veces en la misma piedra. La condición de experimentales es necesaria pero no suficiente. También se requiere que se hagan responsables de las consecuencias sociales, políticas o medioambientales de sus producciones. La recursividad no sólo garantiza la funcionalidad de nuestras acciones, sino también su ejemplaridad. Las organizaciones recursivas son experimentales y reflexivas.

Las organizaciones recursivas no sólo se cuidan a si mismas (de la competencia, la disfuncionalidad o la obsolescencia), sino que también nos cuidan (de la injusticia, la desigualdad o la precariedad). Hay muchos procesos fáciles de probar en escalas pequeñas. Más aún, sabemos que funcionan a lo chico y no tenemos ni idea de cómo implementarlos en escalas gigantes. Por eso cambiar de escala es uno de los mayores desafíos del diseño.

Las cosas funcionan bien cuando trabajamos en grupos reducidos, donde hay tiempo para la construcción de relaciones de confianza, la interacción en ritmos de tempo lento o la experimentación sin plazos agobiantes. Las cosas cambian cuando las relaciones se hacen más abstractas y la cultura organizacional impone plazos, resultados y retornos que dan a cualquier atisbo de experimentación la apariencia de ser una práctica disfuncional. La consecuencia es que todo el mundo apuesta por lo seguro y se convierte en rutina lo que ya sabemos. Y así, es frecuente que cualquier novedad se considere una amenaza para la organización. Una organización pequeña se adapta con cierta facilidad a los cambios, mientras que todo se hace más complejo conforme aumenta su tamaño.

Cada cambio, incluidos los tecnológicos, introducen un nuevo régimen de relaciones que cuestiona privilegios o, como decimos ahora, subvierte las distintaszonas de confort donde se desempeñan los miembros de la organización. Es por eso que los diseñadores, los reformistas o, más genéricamente, los expertos tienden a ser vistos como gentes extrañas, invasoras, agentes externos que llegan más o menos arrogantes con un modelo listo para aplicar, sin que verdaderamente conozcan el funcionamiento interno. ¿Hay alguna posibilidad de imaginar dispositivos capaces de transitar entre escalas? O, en otras palabras, ¿podemos generar en lo grande relaciones que se parezcan mucho a las que hemos experimentado en lo pequeño? ¿Cabe, en definitiva, pensar la posibilidad de un diseño multiescala? La respuesta es si y vamos a explicarlo.

 

Aprendizajes radicales y cultura del prototipado

 

Cambiar una organización no consiste en introducir nuevas máquinas o en traer expertos de fuera. Tampoco se puede lograr mediante decisiones verticales o autoritarias. En el mejor de los casos, suponiendo que la gente quisiera colaborar, hay un sin fin de prácticas que sólo funcionan cuando activamos el conocimiento tácito, afectivo o colectivo. Y para lograrlo necesitamos nodos de activación que son pequeños espacios orientados a la experimentación o, en otros términos, células de actividad donde no tememos equivocarnos y en los que nos hacemos tolerantes a la incertidumbre. ¿Dónde poner esos nodos y cuál es su principal objetivo? La respuesta es clara: allí donde tengamos una frontera que creamos infranqueable, necesitamos un espacio desde el que explorar cómo sobrevivir entre estraperlistas.

Las fronteras siempre crean un gradiente que, en términos generales, beneficia a una de las partes de la ecuación en detrimento de la otra. Igual que heredamos bienes patrimoniales, también recibimos prohibiciones, reglamentos, protocolos, arquitecturas y geometrías que limitan, condicionan, modulan o regulan nuestros movimientos y conductas. Y la pregunta es obvia: ¿las necesitamos? ¿Son obligatorias? ¿Es imprescindible la asimetría que generan? ¿Tenemos que aceptar la desigualdad que producen? Y podríamos seguir en esta dirección para hacernos conscientes de lo que nos cuesta mantenerlas o de los privilegios que institucionalizan. Los bordes de los que hablamos son fáciles de identificar. Aquí vamos a señalar algunos, quizás entre los más invisibles, con la intención de mostrar la potencia de aprendizaje que tiene problematizar su función y vigencia.

 

Necesitamos una herramienta diseñada para trabajar en los bordes del mundo y que no se comporte como una organización extremista experta en demoliciones. Nos gusta la idea de que sea un laboratorio, es decir un lugar destinado a la experimentación, el trabajo en equipo, la búsqueda de relaciones, el cuestionamiento de supuestos y a la producción de cosas siempre inacabadas y perfectibles. Necesitamos un laboratorio que no sea abducido por planteamientos extremos sino que, por el contrario, se acerque tanto como pueda a estas líneas divisorias e imaginarias (y lógicamente situadas en un entre mundos y por tanto centradas!) que hemos descrito para comprobar que no son tan estrictas o inaccesibles como se pretende y que, en realidad, cuando se muestran porosas y transitables se activan relaciones entre mundos absurdamente incomunicados.

El propósito inicial del laboratorio es sumar más experiencias, más saberes, más actores y, en definitiva, liberar el conocimiento estancado, silenciado, reprimido, desdeñado,… Nuestro laboratorio confía en la radicalidad de esta actitud y dispone de herramientas para convertirla en una práctica funcional. Nuestra radicalidad entonces no es retórica, no es un discurso que trata de sorprender, seducir o asustar a nadie. Somos tan radicales como los ingenieros que para conectar mundos hacen puentes, barcos o aviones. Delante de una frontera que nos separa (o estanca) solo vemos un desafío que superar. Y sabemos cómo hacerlo porque nunca nos dieron miedo las diferencias y siempre las consideramos el principal activo de una organización.

Nuestro laboratorio es un espacio de aprendizajes radicales, un instrumento capaz de construirnos como una organización que se realiza en la diferencia, que es tanto más robusta cuanto más capaz de suprimir fronteras y poner en valor todo el potencial que atesoran sus usuarios o empleados. Si el laboratorio es el espacio de acción por antonomasia, el prototipo es la forma de trabajar que hemos adoptado.

 

La acción de prototipar no cambia según la escala. En todos los casos el prototipo es fruto de un trabajo colaborativo, experimental y recursivo. Los grupos no pueden ser muy grandes (alrededor de 10 personas) y siempre trabajan sumando sus capacidades para tener algo que mostrar en los plazos y con los recursos disponibles. Un prototipo, en consecuencia, siempre es algo tentativo, provisional, mejorable, incompleto y, desde luego, validado. Su imperfección no es contradictoria con el hecho de que antes de ser mostrado ha superado una prueba mínima de funcionalidad y pertinencia. O, con otras palabras, estamos seguros de que es realizable y que se adapta a las necesidades expresadas por la comunidad a la que se le ofrece.

Los prototipos nunca son exagerados en el coste de financiación, el tiempo de realización, el espacio de ejecución o las expectativas de solución. Un prototipo se hace con lo que tenemos a mano y siempre es el precedente para el siguiente. Las prácticas de prototipado son las mismas en todas las escalas y movilizan las mismas habilidades. Quienes las promueven no actúan como expertos, sino como facilitadores y su trabajo consiste en crear las condiciones antes, durante y después para que el prototipo no se confunda con un resultado, sino con un proceso siempre abierto. La cultura de una organización moderna es la cultura del prototipado. Hay que salir de la tradicional cultura del proyecto para abrirle un espacio a la del prototipado. Venimos de una herencia en la que se nos enseñó a anticipar el futuro mediante la redacción de documentos que imaginaban lo que debía hacerse en términos presupuestarios, cronológicos, o dotacionales. Un proyecto es una documento que contiene las condiciones de contorno de lo que otros van a hacer.

Pensar con proyectos es fácil, pues siempre se cuenta con que van a darse las condiciones ideales de ejecución. Un proyecto es un documento sabio, preventivo y ejecutivo, pero también idealizado, formal y autoritario. Prototipar es otra cosa. La cultura del prototipado nació para hacerse cargo de nuestra condición vulnerable, contingente y conformista, que no siempre queremos la mejor solución sino la más buena y que a veces preferimos darle más valor a lo simbólico que a lo económico. Y es que además casi nunca se dan las condiciones ideales de planificación, ideación o realización.

Lo que llamamos condiciones ideales siempre son costosas o costosísimas, pues cuando no nos faltan los expertos más reconocidos, echamos en falta la presencia de los concernidos más comprometidos. Prototipamos como un ejercicio de realismo pragmático. Trabajamos con lo que tenemos a mano. Prototipar es una manera de tomarnos en serio a nosotros mismos y de confiar en la inteligencia colectiva. Prototipar es una manera de escuchar que implica la doble tarea de dejarse afectar y, en consecuencia, de desaprender. Prototipan mejor lo que más escuchan, lo que es tanto como decir que los facilitadores deben ser capaces de convocar a todas las visiones del problema, incluida la de quienes lo padecen. Proyectan lo que ya saben y prototipan los que quieren saber. Se proyecta para ordenar un quehacer, y se prototipa para explorar las posibilidades. Los prototipos son ejercicios de codiseño: abiertos, prácticos e inclusivos.

Un prototipo es algo que se muestra y que se puede testear. No es un catálogo de recomendaciones abstractas, sino un esbozo que muestra en términos concretos la textura, forma, color, funcionamiento y tamaño de la cosa que si nos convence podríamos producir. Es real, porque es realizable. Y no solamente es realista, también es pragmático, pues nace a partir de la experiencia compartida de los concernidos. No es una excrecencia abstracta, sino una producción táctica. Y, una cosa más, esinacabado porque quiere estar abierto a la posibilidad de que llegue alguien de fuera y se sienta invitado a meterle mano, cambiarlo o hacerlo crecer en alguna dirección inesperada.

Prototipar entonces es la expresión más genuina de una cultura que confía en lo abierto, lo experimental, lo colaborativo y lo recursivo. Prototipar es la mejor forma de aprender porque lleva implícita la voluntad de cambiar las cosas. Y, desde luego, la mejor manera de entender el mundo consiste en querer cambiarlo. La noción de prototipo ensambla de forma armoniosa varios ingredientes: diversidad de actores, pluralidad de saberes y compromiso con los concernidos.

En los talleres de prototipado nadie le pregunta a los demás qué es lo que piensan, sino qué es lo que ven. Tener un conocimiento profundo de algo es importante, pero sólo es uno de los ingredientes del plato. El guiso debe incluir el saber experiencial, eso que no se aprende en los libros o en los laboratorios, sino en la vida y práctica ordinaria.

Para prototipar, primero tenemos que aprender a escucharnos y crear un lenguaje común que nos permita escapar del diálogo de sordos o del intercambio de reproches. Prototipar, en consecuencia, es una manera de aprender a vivir juntos. Las fronteras, los privilegios y los despilfarros Una dicotomía, una frontera o una diferencia pueden ser el origen de una desigualdad. Entre los dos extremos o partes de la tensión se crea un gradiente que, como ocurre en los saltos de agua o en las distinciones de raza, puede ser utilizado como una fuente de energía para mover ruedas de molino o poner un color del piel al servicio del otro.

Las diferencias de género, de raza, de clase, de religión, de lengua, de cultura,… siempre fueron utilizadas, mediante argumentos tan discutibles como interesados, para que una de las dos partes fuera subordinada a la otra. La diferencia entonces se convirtió en una maldición para unos y en una fuente de privilegios para otros. Y lo que vale para lo más obvio se puede generalizar para lo menos conocido. Siempre que detectemos una frontera o una dicotomía que escinda en mundo en dos partes, una de las dos saldrá perdedora. Lo interesante es que estamos tan acostumbrados a usarlas que parecen naturalizadas, protectoras e imperiosas. Hoy sabemos que los excesos de higiene están debilitando nuestro sistema inmunológico, como también hemos aprendido que la mucha planificación puede colapsar una organización. La frontera que tanto costó construir entre lo higiénico y lo infecto, o entre lo previsible y lo caótico, no es estricta y siempre estuvo en movimiento.

Ahora estamos aprendiendo a convertir las fronteras en espacios de experimentación que nos abren a posibilidades inéditas o inauditas. Trabajar en el centro de dos mundos que se querían separados es la sustancia de nuestra práctica radical. Y por eso al cambiar de escala percibimos más fronteras de las necesarias y sobre todo situadas en lugares muy distintos a donde se ubican en las organizaciones pequeñas. Las pequeñas, acostumbradas a formas de interacción más frecuentes, de mayor intensidad emocional y de mayor calidad afectiva, son muy sensibles a las estructuras abstractas que sostienen las empresas de gran tamaño. Por eso puede ser tan prometedor el contacto entre organizaciones de escala tan diferente, siempre y cuando la pequeña no haya hecho suyos, de forma camaleónica o cínica, los valores de la grande. La promesa de la escala pequeña está en que sus prácticas y valores son tan distintas que la mera interacción ya es experimentación y aprendizaje. Y aquí, la diferencia, más que subordinación, es experimentación y empoderamiento.

Fronteras

Las fronteras están por todas partes. A veces, las construimos sin saberlo. Imaginemos un ejemplo cuya sencillez no pretende banalizar el problema. Alguien decidió que como el mundo está dividido (o debiera estar escindido) entre hombres y mujeres, lo razonable es que hubiera baños diferenciados y que tuvieran las mismas dimensiones lo que, como sabemos, provoca colas permanentes en los de mujeres. Es absurdo, pero cosas así las vemos todos los días. La noción de frontera es clave para pensar los cambios de escala, porque son las mismas fronteras las que vemos en todas las organizaciones. Dediquemos entonces un espacio para su identificación. >> Empecemos por lo más obvio: la frontera arquitectónica, perimétrica o con el afuera. Los de adentro están estructurados, seguros, conectados y disponen de todos los servicios,… mientras que los de afuera son los otros y sólo nos interesan como clientes, usuarios, votantes, consumidores, visitantes o extraños.

Para estar dentro hay que cumplir muchas condiciones y eso llena el mundo de indocumentados, okupas, intrusos, foráneos, descatalogados e inclasificables. Unos más extraños que otros y también más incómodos, indolentes o peligrosos. Todo esto quizás no sea tan inevitable u obvio como lo hemos imaginado. Lejos de ser natural, es construido. Pero es que si algo hemos aprendido de las nociones de innovación abierta, frugal u oculta es que todas estas convenciones deben ser revisadas porque el conocimiento no siempre está donde esperamos encontrarlo. Una organización sensible a lo que ocurre en su entorno puede interpretar mejor los riesgos, oportunidades o amenazas y, en consecuencia, administrar de forma más eficiente sus recursos.

Una institución abierta sabe activar la inteligencia colectiva, convertir los conflictos en oportunidades y gestionar mejor su imagen pública.

Las fronteras epistémicas o departamentales son las que dan cuenta de la compartimentación excesiva del saber y su organización por especialidades, tareas o partes del proyecto. Esta herencia taylorista, vigente desde los orígenes de la economía industrial, puede haberse fosilizado y necesitar una revisión en profundidad.

Todas las organizaciones necesitan ser desorganizadas si es que verdaderamente aspiramos a producir la tan anhelada interdisciplinariedad. La nociones de inter, trans y meta disciplinariedad son buscadas con ahínco. Lo entendemos y nos gusta, pero es verdad que siempre abren un juego entre saberes ya disciplinados o, en otras palabras, codificados. No son esos los únicos saberes que debemos movilizar para entender el mundo y cambiarlo. Afortunadamente, siempre será muy difícil darle lecciones a alguien sobre su cuerpo, su calle o su entorno (laboral, afectivo, medioambiental).

Todos sabemos mucho de lo que (nos) pasa. No lo sabemos todo, pero sabemos más de lo que aparentamos. Todos, en fin, somos expertos en experiencia. Siendo el cuerpo el mayor repositorio de saberes imaginable, atesora un conocimiento, el experiencial, que no puede ser codificado y que no puede seguir siendo desdeñado. Su expulsión a los afueras del conocimiento académico o experto constituye un despilfarro que no podemos permitirnos. >> La frontera de los retornos o del balance económico es la que reclama que los retornos sean claros y computables como beneficio. Nadie discute este extremo. Todas las organizaciones necesitan ser sostenibles, pero tenemos que hacernos la pregunta de si medimos lo que valoramos o valoramos lo que medimos. Medir las ganancias es una actitud imprescindible, pero si sólo medimos la rentabilidad inmediata, nunca emprenderemos reformas cuyos efectos sean a medio plazo. Tenemos que hacer un esfuerzo para medir aquello que valoramos o, en otras palabras, para hacer visible ese mundo que estamos construyendo y al que queremos pertenecer. Se trata de un asunto muy técnico porque hablamos de indicadores, balances y contabilidad, pero también estamos evocando la idea de que una organización también debe considerar de su incumbencia la comunidad qu las máquinas o que usamos de forma maquínica.

Las personas tratan de adaptarse y no todas lo consiguen. Quienes no dan la talla creen que no son correctamente evaluadas y se sienten maltratadas. Experimentan la seguridad de que su trabajo es capitalizado por quienes en la organización están en los nodos por donde circula la información y operan con ventaja. Los excelentes actúan como depredadores y malbaratan el tejido simbólico que sostiene la trama de afectos que requiere toda organización humana. La excelencia destruye la comunidad.

Tenemos que rodearnos de gente competente y sensible que se haga responsable de las consecuencias de sus actos y, sobre todo, que no anteponga los intereses carreristas, individuales y competitivos a las prácticas abiertas, comunitarias y colaborativas. Nodos de activación estratégica Llamamos nodos de activación estratégica a unos dispositivos capaces de disolver, puentear, horadar, esquivar, suspender o percolar las fronteras que escinden el mundo en dos partes prácticamente incomunicadas.

Una organización, como hemos visto,sostiene y es sostenida por bipolaridades que lastran su operatividad y que sólo son un torpe sistema de producción y reproducción de privilegios. Los NAE son el dispositivo para experimentar con otras formas de organización que desestanquen y descompartimentalicen el conocimiento, creando nuevas formas de relación que primero sanan la organización y luego la transforman.

En realidad, los NAE son operadores que hacen posible que formas de interacción factibles en la escala de lo pequeño puedan funcionar en las escalas mayores. Los NAE son dispositivos diseñados para transitar entre escalas o, mejor aún, para que los valores de lo pequeño puedan anidar en lo grande. Aquí describiremos un ejemplo capaz de puentear las fronteras detectadas.

Todas las organizaciones acaban encontrándose con la idea de extensión institucional, también llamada responsabilidad social corporativa. Su fundamento es muy simple: hay que devolver a la sociedad una parte de los beneficios que conseguimos con la doble finalidad de mostrar gratitud y de mejorar la imagen. Las jornadas de puertas abiertas, los ciclos de conferencias, las noches blancas o la inauguración de exposiciones, forman parte del elenco de actividades con las que mitigar la frontera entre el dentro y el fuera de las organizaciones. Hubo una edad de oro para estas prácticas que, sin embargo, conoce un declive irreparable. Para muchos estas acciones son paternalistas y expresión de una especie de supremacía cultural donde los que saben le predican la buena nueva de la ciencia, la cultura o el arte a los que no saben. Los que saben, en definitiva, deciden qué es lo que necesitan quienes no saben. Los que saben dan un servicio y prestan una asistencia que el estado tenía desatendida. El problema es que cuando se retira la ayuda o la subvención, ya sea porque cambia la moda ya sea porque cambian los gestores, el proyecto se desploma y suele dejar un rastro de frustración y desconfianza. Por eso estas prácticas son calificadas de asistencialistas. Hay muchas posibilidades de hacer las cosas algo mejor.

A finales de los setenta en el siglo pasado las universidades holandesas crearon los science shops, un espacio donde las comunidades o colectivos que lo necesitaban podían acudir en busca del conocimiento que les ayudara a resolver algún conflicto real. Se sustituía así el ciclo de conferencias por el codiseño de problemáticas y soluciones. Lo que valió entonces para las Universidades podría hoy extenderse a cualquier organización compleja porque todas, privadas o públicas, están insertas en la llamada economía del conocimiento y todas, en consecuencia, lo consumen y lo producen.

Nuestro nodo de activación estratégica para aminorar la frontera perimetral o del afuera podría ser una lonja de saberes, inspirada en las prácticas de la investigación-acción, las science shops, las asambleas de diseño, los living labs o los laboratorios ciudadanos. Para las fronteras epistémicas hemos experimentado con varias herramientas: el mapeo, el barcamp, el colaboratorio, el laboratorio ciudadano, las comunidades propositivas y la cocina cívica, entre otras. Todas comparten la idea de que es urgente mezclar saberes, horizontalizar prácticas y construir colaborativamente. Todas están diseñadas para que fluya la inteligencia colectiva. Usaremos la cocina cívica para mostrar su potencial liberador y explicar cómo hacerlo.

La idea es muy simple y consiste en reunir una mesa tripartita donde, a partes iguales, sentamos a expertos, técnicos y activistas alrededor de una problemática para que prototipen algo capaz de ensamblar las urgencias de quien conoce los problemas a pie de obra, las prudencias que reclama quienes saben cómo gestionarlos y las promesas de quien los ha analizado desde un laboratorio académico o un consulting empresarial. Y es que, en efecto, nuestro mundo no puede seguir despilfarrando el enorme caudal de conocimiento que estancan las muchas fronteras que hemos construido para protegernos de lo inesperado, lo incierto y lo abierto.

Para todos estos supuestos males hemos inventado la práctica del prototipado que, por su propia naturaleza, siempre es de bajo coste y bajo riesgo. Para la frontera de la economía o las exigencias del balance positivo de cuentas queremos experimentar en un taller de ética cuya función es encontrar los indicadores que hagan visible y pongan en valor el mundo que queremos construir. Nuestro atraso en esta materia es mayúsculo. Con frecuencia la ética se asocia con saberes más retóricos que prácticos y con discusiones más filosóficas que técnicas. Pero esto debe cambiar. Nuestra idea es que diseñar los indicadores que necesitamos tiene que ser una tarea que mezcle muchas prácticas, desde las manejadas por contables a las desarrolladas por programadores, sin desdeñar las características de los moralistas, los economistas, los juristas y los administradores.

La rentabilidad, lo sabemos, es imprescindible. Sería ridículo cuestionar este punto. Pero también sabemos que una organización pequeña es más capaz que una grande de dar valor a ciertas prácticas que redundan en beneficio de la comunidad. Las organizaciones pequeñas son más sensibles a su entorno humano, social o medioambiental y por eso saben gestionar mejor los riesgos y, a la postre, son más innovadoras. Las grandes son muy dependientes de la cuenta de resultados y están obligadas a dar mucho poder a los responsables contables del negocio. Saben entonces dar mucho valor a lo que miden, pero no saben medir lo que valoramos y, en consecuencia, son organizaciones que no cuidan de su gente, de su entorno o de sus usuarios.

Las organizaciones grandes necesitan reconstruirse desde una ética de los cuidados. La frontera de lo imposible o estética es el ámbito por antonomasia donde los artistas se mueven con soltura. Un artista es alguien capaz de ensanchar el mundo y mostrarnos que nunca está todo hecho o dicho, y que cada vez que alguien logra mostrarnos otra posibilidad nueva consigue ensanchar el mundo de la sensorialidad, logra darle cabida a nuevas formas de sentir, decir, mirar, hacer o estar. También lo intentan los científicos o los emprendedores, pero el modo de existir que llamamos estético es menos argumentativo que evocador, menos discursivo que sensorial y menos funcional que liberador. No es mejor ni peor, sino distinto. Depende de lo que busquemos y, dependiendo de la circunstancia, podemos necesitar un artista antes que un ingeniero.

En todo caso, las barreras de lo imposible funcionan como una disfuncionalidad neuronal y social. Si hiciéramos caso de quienes nos advierten de todo lo que es imposible el mundo sería irrespirable. El obrador de afinidades opera como el espacio para explorar el mundo de lo improbable, lo inverosímil y lo increíble.

Cuando logremos dar vida a una conversación inaudita o a una conexión inimaginable, cuando consigamos entre todos dar vida a algo imposible, tal vez hayamos activado formas de conversar, interactuar o escuchar que anticipen mundos deseables que un proceso de ingeniería o estética inversa nos ayudaría a entender y quizás a producir. Esa es la ventaja de pensar sin el lastre y las servidumbres del método, dado que no sólo activamos conocimientos que difícilmente pondríamos en circulación, sino que también aprendemos a visualizar lo imposible. Y nadie debe sentirse inseguro en un obrador de afinidades, pues todos somos artistas o, si se lo prefiere, todos merecemos ser artistas.

La frontera de la excelencia es también una de las más difíciles de desguazar en un mundo tan meritocrático. Su lógica parecía incontestable: los que más saben también se desempeñaran mejor. Lo que pasa es que la política de los que más saben es problemática y no siempre saber más consiste en acumular más datos o informaciones porque, a veces, consiste en saber escuchar, saber desaprender, saber contener las pulsiones solucionistas, saber componer con piezas heterogéneas como hacen los músicos y, en definitiva, saber reaccionar ante situaciones imprevistas. Tampoco tener experiencia es una garantía porque son multitud los expertos que optan por lo seguro sacrificado lo más prometedor.

Los imaginarios de la excelencia nos conducen a las prácticas de la competición. La consecuencia es muy conocida: un vencedor requiere muchos perdedores que se sienten desmotivados, maltratados y desempoderados. Una organización que exagera la importancia de la excelencia es una organización enferma. Es una organización que no sabe cómo convertir la insatisfacción de sus miembros, las contradicciones en sus prácticas o los abusos de sus lideres en el material desde el que regenerarse y restaurar la habitabilidad del espacio relacional y la naturaleza respirable de la atmósfera profesional en el ecosistema que libera las prácticas creativas, colaborativas, poéticas y empáticas entre sus miembros.

Toda organización necesita un espacio de cuidados que funcione como un lugar seguro donde nunca eres juzgado y siempre te sientes reconocido cuando los otros asistentes narran su caso y descubres que alguien logró nombrar lo que habías vivido y no sabías como decirlo. Un espacio de cuidados es un espacio entre pares, tan postfuncional como expectorante. Es el lugar donde todos aprendemos a cuidarnos y a descubrir que es la vulnerabilidad, y no la excelencia, la que nos enseña a escuchar, a confiar, a colaborar y a construir juntos.

Cambiar, escalar, convivir

Cambiar de escala no necesariamente significa crecer. De hecho, podemos crecer sin aumentar de tamaño, haciéndonos más comprensivos, más hospitalarios o más sostenibles.

Podemos multiplicar la complejidad de los asuntos abriendo cualquiera de las fronteras que constriñen nuestro ámbito de actividad. Y, obviamente, no sólo los bordes espaciales limitan nuestra capacidad de acción. Aquí hemos nombrado otras fronteras, más allá de las espaciales o perimétricas, que también reclaman atención. No vamos a detenernos en este punto, aunque si recordemos algún ejemplo que nos ayude a entender el potencial transformador de esa noción de borde o frontera como barrera que estanca el conocimiento. La idea de patrimonio inmaterial, por ejemplo, está entre las más fecundas fuentes de riqueza, tanto para crear una variedad inmensa de negocios, como para sostener proyectos artísticos, educativos o políticos. Y es que el tráfico de bienes inmateriales no parece conocer límites.

La idea de igualdad, concebida inicialmente para articular el mundo de los patricios, acabó extendiéndose al conjunto de la sociedad y siendo el fundamento de todos los movimientos en favor de los derechos humanos, desde las movilizaciones obreras y sufragistas a las que desfilaron por el orgullo gay o la inclusión social. Y así podríamos seguir llenando páginas que evocasen las muchas veces que el cambio no tiene un origen tecnológico o tecnocrático. Todos los cambios son sociales y acaban tomando forma en un gabinete de diseño, formal o informal. De alguna manera, cualquier demanda de cambio acaba precipitándose en un objeto, un protocolo o un servicio que materializa un anhelo. Y no es fácil interpretar la vibración de la urbe.

Hay que aprender a escuchar. Muchas veces, una organización no puede crecer hacia afuera porque se manifiesta incapaz de cambiar sus estructuras internas. Muchos de los obstáculos que enfrentamos tiene el mismo origen: querer cambiar las cosas sin que eso nos afecte. Es imposible. Para cambiar algo, primero tenemos que cambiar nosotros. Y lo que vale para las personas, también se puede extender a las organizaciones. Y por eso es clave la colaboración entre las dos escalas organizativas: las emergentes y las consolidadas.

Desestancar el conocimiento es algo que requiere un sensor de barreras que, antes que medirlas o cuantificarlas, sepa olfatearlas, detectarlas al vuelo e identificarlas en prácticas invisibles o en expresiones naturalizadas. Es la mezcla de estilos de vida, de culturas organizativas, la que crea el espacio experimental donde las fricciones hacen visibles otras posibilidades y mediaciones. Hay entonces una hermosa y muy prometedora relación entre innovación y convivialidad que no debemos desdeñar. Innovar para convivir implica el mismo recorrido que su formulación inversa de convivir para innovar.

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