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Los hechos y los prototipos

6 de noviembre de 2023

Por Antonio Lafuente, Scientist Researcher, Science Studies at CSIC y consejero asesor en TeamLabs.

Los problemas no solo afectan a los que saben, sino también a los que no saben. Pero cuando les buscamos solución solo contamos con los expertos, lo que constituye un despilfarro gigantesco de conocimiento. Ni que decir tiene que hay asuntos que no interesan a nadie más que a los directamente concernidos y, desde luego, a nadie se le ocurre invitar a los vecinos a discutir sobre neutrinos, qubits o CRISPR. Y si se nos ocurriera, tampoco serviría de nada. 

Hay muchos casos, sin embargo, en los que esta colaboración sí ha funcionado. Contamos con abundante literatura que explica las bondades de esta interacción entre expertos académicos y expertos en experiencia, cuando los procesos están bien diseñados. Bien diseñado solo quiere decir que todos los participantes se sienten pares y parte o, dicho con otras palabras, que todos tienen los mismos privilegios y que nadie siente que sus aportaciones son desdeñadas.  

La academia se siente cómoda cuando todas las personas que integran un grupo de trabajo pertenecen a la misma especialidad, lo que es tanto como decir que todos y todas leen las mismas cosas, participan en los mismos congresos o seminarios y usan un mismo lenguaje. Pero los problemas no se dan por asignaturas o departamentos, sino que se presentan en su totalidad. No solo debemos incorporar a los concernidos, sino también una pluralidad de visiones del asunto que las reúne. Tal situación nos obliga a la interdisciplinariedad y también a la indisciplinariedad; no solo necesitamos los saberes que codifican los objetos sobre los que investigan con diferentes códigos y distintos patrones conceptuales, sino también todos esos saberes que llamamos tácitos, locales, campesinos, ancestrales, indígenas, o genéricamente experienciales que están en los cuerpos y que nunca encontraremos en un libro.

En la vida, a diferencia de lo que sucede en la academia, funciona la heterogeneidad. Producir conocimiento por grupos cuyos integrantes no comparten sus visiones, motivaciones o deseos es otra cosa y reclama estrategias muy diferentes. En la academia han aprendido una estrategia de abordaje de mucho éxito y resultados incuestionables. Básicamente consiste en reducir los fenómenos que observan al menor número posible de variables. Por eso se meten en esos espacios extraordinarios donde pueden hacer un seguimiento meticuloso de las variables, marcadores o indicadores que les importan, medir con precisión su evolución y evitar que otras incidencias ambientales contaminen los resultados e invaliden el experimento. Por eso cuando llamas reduccionista a un científico, lo normal es que te de las gracias.  Jamás se sentirá ofendido, pues su trabajo consiste en hacer simple lo complejo.

Los laboratorios académicos son fábricas de hechos. Se obtienen muchos datos, pero lo que se persigue es comprobar que esos datos confirman y consolidan una interpretación de lo que se estudia. Un hecho entonces es algo a lo que la comunidad otorga un valor probatorio cercano a lo indiscutible. Los hechos estabilizan el conocimiento y la comunidad que lo sostiene. Para los hechos se defiende su condición de experimentales (nacen del contraste entre posiciones adversas), objetivos (son independientes de la persona que los defiende), universales (valen en cualquier lugar donde los utilicemos). Los hechos, como vemos, no son un asunto menor, ni contingente. Con frecuencia son reverenciados como un patrimonio. No falta quien los considera la mayor y mejor producción humana. No nos extraña que la literatura sobre los hechos, su producción, impacto y circulación sea ingente, pero no vamos a resumirla aquí. Basta con que entendamos su naturaleza social, su relevancia política y su vínculo originario con la cultura del laboratorio. Investigar, como vemos, tiene consecuencias.

Investigar, sin embargo, no es asunto de la exclusiva incumbencia de los científicos. Todos y todas investigamos todo el tiempo, porque siempre tenemos un anhelo, un propósito o un negocio que cuidar e implementar. Todas y todos queremos un mundo mejor y eso requiere el esfuerzo de entenderlo para poder cambiarlo. Tanto así, que nos gusta hablar de la investigación como de un derecho, una actividad capaz de identificar las distintas posibilidades que se nos abren frente a un conflicto, un problema o un afán. Los científicos viven para investigar, mientras que los ciudadanos investigan para vivir.

La diferencia es importante porque los académicos no dan por terminada una investigación hasta que está escrita y publicada, lo que es tanto como decir que la ciencia existe en ese proceso que lleva lo que sucede en el laboratorio hasta lo que aparece en las revistas especializadas. La ciudadanía, sin embargo, se conforma con obtener evidencias suficientes, aunque incompletas, que le ayuden a tomar decisiones inicialmente acertadas. La gente cuando investiga no busca un conocimiento estable, seguro o definitivo. Nos basta con tratar de equivocarnos menos y entender algo mejor lo que (nos) pasa.

Y cuando el grupo que investiga es heterogéneo, cuando ni siquiera existe un lenguaje común del que partir, las cosas se complican un poco. La heterogeneidad convive con la precariedad. Y convengamos que eso significa que tenemos poco tiempo, pocos recursos y probablemente mucha urgencia. La gente se junta para hacer frente a un problema que les angustia. Así fue como nacieron los sindicatos, las asociaciones en defensa de los derechos humanos, los movimientos feministas y, más recientemente, los colectivos ecologistas, animalistas, decrecionistas o anticapacitistas. Todos ellos tienen en común la voluntad de airear otras realidades distintas a las hegemónicas. Todos ellos se hacen otro tipo de preguntas y encuentran respuestas diferentes.

La heterogeneidad es la norma. Y cuando se ponen a trabajar, construyendo nuevos interrogantes, investigando diferentes datos, enlazando distintas situaciones, fabricando otros conceptos, construyendo nuevos hechos y alcanzando distintas conclusiones, están investigando no tanto para producir conclusiones irrefutables, como para hacer plausibles la necesidad de enfoques, conversaciones y políticas distintas, quizás alternativas a las vigentes. 

A esas producciones nacidas de la heterogeneidad, horizontalidad y precariedad de los participantes les llamamos prototipos. No son mejores ni peores que los hechos. Son otra cosa. Son tentativos, incompletos, provisionales, pero esas características no son vividas como una carencia. Al contrario, pues al ser abiertos, invitan a quien lo desee a sumarse a su construcción para mejorarlos y hacerlos más útiles, más baratos, más atractivos, más inclusivos o más rigurosos. Los prototipos buscan otro tipo de estabilidad. No son objetivos como los hechos, sino robustos, pues su legitimidad consiste en haber sido capaces de sumar muchos puntos de vista y haber incorporado una pluralidad de actores sociales.

Los prototipos deben su valor a la condición de abiertos, afectivos y experimentales. Abiertos porque cualquiera puede sumarse en la seguridad de que serán recibidos de forma hospitalaria. Afectivos porque su diseño reclama entre los participantes una capacidad para afectar y dejarse afectar, lo que es tanto como ser capaces de desaprender para encontrar inteligencia en los que expresan los otros. Y experimentales porque la construcción del objeto exige encontrar una forma de nombrarlo que represente a todos por igual, para que nadie se sienta expulsado y todos se vean capaces de aportar y hacerlo suyo.

En la vida hacemos prototipos. Los hechos son producciones extraordinarias a las que debemos una veneración bien merecida. Para muchos son lo mejor de nosotros mismos. Personalmente me siento más atraído por los prototipos. No quiero minimizar la importancia de los hechos, mucho menos en un tiempo donde proliferan las fake news y los hechos alternativos. No se trata de enfrentar los hechos a los prototipos. Nadie gana abundando en los imaginarios de la polarización. 

Nada ganamos extremando la diferencia entre hechos y opiniones, entre ciencia y cultura o entre expertos y ciudadanos. Abundar en estas y otras dicotomías parecidas no nos servirá de nada. Tenemos que aprender a pensar desde lo heterogéneo, lo inclusivo y lo experimental. Propiciar los prototipos no significa renunciar a los hechos, sino privilegiar la convivialidad frente a la objetividad. Bien entendido que no estamos hablando de cómo pensar los neutrinos, sino de cómo abordar el sufrimiento mental, la crisis climática o el incremento de la desigualdad. 

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