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Los imaginarios del Laboratorio (ciudadano)

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18 de octubre de 2016

Por Antonio Lafuente.

Un laboratorio es un espacio, una cultura y una comunidad. Un espacio porque debe haber un lugar más o menos reservado, físico y/o virtual, que permita reunir personas, acoger dispositivos y sostener proyectos. No es lo mismo un salón de baile que una capilla de culto, una galería de exposiciones o una cancha de baloncesto. Cada uno está especializado en unas prácticas singulares que, en su conjunto, conforman una subcultura. Lo mismo le ocurre al laboratorio, cuya subcultura quiere ensamblar armoniosamente la necesidad de experimentar, la exigencia de documentar y la voluntad de representar. Las tres acciones implican máquinas de testeo o control, equipos técnicos o de gestión, estrategias de apertura o de comunicación y protocolos de interacción o codificación, además de mucho papeleo y muchos cuidados. Pero nuestra caracterización de la vida en el laboratorio estaría truncada si no habláramos de la comunidad que sostiene y que lo sostiene.

Evocamos la noción de comunidad porque queremos detenernos en la naturaleza colaborativa, pública y distribuida del laboratorio. Y sí, lo sabemos, no todas las comunidades son iguales, pero las que son producidas por los laboratorios hicieron del fracaso el principal dispositivo de aprendizaje y de lo abierto el instrumento que garantiza la libre y, en consecuencia, contrastada circulación de ideas y procedimientos. También se podría decir que un laboratorio es una cosa, un archivo y una obra de arte. Una cosa, porque tiene perfiles definidos; es decir, un nombre, una dirección, unos recursos, un equipo y un proyecto. Pero tenemos noticia de su existencia en la medida en que puede mostrar un registro de sus actividades o, en otras palabras, siempre que sea capaz de prolongarse en un archivo. Si para que haya lectores debe haber textos, dispositivos de lectura y códigos compartidos, también deben cumplirse algunas condiciones para que haya investigadores, pues para existir necesitan conectarse con las tradiciones que los alumbraron y por eso un laboratorio también es un repositorio de experiencias vividas (y registradas!). Pero un laboratorio solo sería incipiente (cacofónico,redundante, propagandístico) si no actuara como una herramienta de visualización, si no fuera capaz de mostrarnos lo invisible, lo inefable o lo inaudito.

¿Y por qué no explorar las ventajas de imaginar el laboratorio como una cocina doméstica, un parque de juegos y una fiesta de cumpleaños? Ahora queremos conectar la idea de laboratorio con la experiencia ordinaria y común, pues en la cocina hay mucho cacharro, mucho trabajo tentativo y nunca falta un recetario. Siempre se dijo que la creatividad es hija del juego o, en otras palabras, de la capacidad para divertirse en contextos alternativos, fluidos, cambiantes y abiertos a la sorpresa. El conocimiento se ha convertido en algo muy serio, pero no siempre fue así. Sobran pruebas que vinculan el éxito de la ciencia moderna a su habilidad para ampliar sus públicos, lo que durante el siglo XVIII obligó a la filosofía experimental a introducirse como tema de conversación en los salones de las preciosas y en los cafés públicos, como también a lograr presencia en la prensa y en las fiestas populares.

Los investigadores son ciudadanos, luego todos los laboratorios están repletos de ciudadanos. ¿Que tiene entonces de particular ese nuevo engendro que ahora llamamos laboratorio ciudadano? Empecemos por lo fácil diciendo que son lugares donde también se practica la cultura experimental, pública, documentada, creativa y abierta.

En los laboratorios académicos se trabaja para producir hechos controlando con el mayor rigor todas las variables en juego. Nada se deja alazar y todo está monitorizado. Son espacios de culto a la precisión, el control y la crítica, entre otros dispositivos de depuración. Para conseguirlo los investigadores tienen que hacer grandes sacrificios. El mayor de todos se llama reduccionismo, un gesto que resume lo mejor y lo peor de esa particular forma de conocer. Lo mejor, porque sin la imaginación capaz de simplificar los procesos a la cantidad mínima de variables que somos capaces de gestionar todo sería demasiado complejo e inmanejable. Lo peor, porque la cultura del laboratorio fragmenta, compartimenta y simplifica la realidad. Los médicos se reparten el cuerpo por órganos, los biólogos por genes, los físicos por partículas, los botánicos por especies, los antropólogos por tribus, los historiadores por épocas, los geógrafos por regiones y los sociólogos por conflictos.

Los laboratorios se hacen ciudadanos cuando se abren a la calle y cuando trabajan con un material tan abundante y elusivo como la experiencia. Hay muchos prejuicios contra lo experiencial. En la academia tiende a ser considerado el reino de la ocurrencia, la improvisación y el capricho, pues la experiencia sólo es subjetiva, parcial y fluida. Pero también tiene sus ventajas. Hay tres que queremos subrayar: primera, es común, pues todo el mundo tiene experiencia y, en lo que le pasa, es experto; segunda, es contrastable y por tanto puede ser utilizada para crear conocimiento nuevo, colectivo y anónimo; y, tercera, es y ha sido un motor permanente de innovación social, pues todos los excluidos (por motivos de clase, de raza, de género, de creencia, de ideología, de sexualidad, de conducta, de lengua o de salud) experimentan una incomodidad con los discursos conformistas, oficiales y mayoritarios que les dejan fuera y les hacen más o menos invisibles. Lo saben por experiencia, pero les dicen que están equivocados y que su percepción de la realidad está sesgada. El problema se hace todavía más grave si perteneces a una minoría insignificante, como es el caso de los crónicos, los discapacitados, los desahuciados o los sin papeles. Se puede, se debe y se necesita protestar, como siempre se ha hecho. Pero cuando se transita desde la protesta a la propuesta hay muchas posibilidades de que nazca un laboratorio ciudadano.

Construir una propuesta no es tarea fácil. Estamos hablando de colectivos muy heterogéneos y empujados a reunirse por una singularidad (ser autista, ser emigrante, ser lesbiana o ser adicto). Se forman comunidades no identitarias que tienen, primero, que aprender a escucharse, haciendo de la diferencia un activo y no un obstáculo. Segundo, tienen que contrastar sus experiencias, lo que les obligará a encontrar un lenguaje común con el que poder interactuar y crecer como grupo. Ypara lograrlo y ganar capacidad de interlocución con su exterior o, en otras palabras, visibilidad en el espacio público, no tienen más remedio, en tercer lugar, que tratar de hacer robustos susargumentos documentándolos, afinándolos, ordenándolos, comunicándolos y distribuyéndolos.

Muchas tareas y todas imprescindibles. Mucho trabajo como el que se hace en los laboratorios: los trabajadores de la prueba, como Bachelard denominó a los científicos, ya no pertenecen al ámbito exclusivo del laboratorio o, en otros términos, el laboratorio disolvió sus fronteras.

En los laboratorios ciudadanos se trabaja desde lo experiencial y por un colectivo no identitario. ¿Eso es todo? ¿Falta algo más por decir en esta caracterización de urgencia? Sí, hay más cosas quecontar, pero ahora es inevitable hablar de resultados, propósitos, funcionalidades,… y todo lo que tenga que ver con el para qué sirven. Su función es dar visibilidad al problema que los constituye sin suplantar al colectivo que los padece. No son un instrumento de diagnóstico, sino de escucha. Y por eso, aunque nunca sobran los expertos, no están allí para dar lecciones, sino para acompañar a quienes saben lo que les pasa pero no encuentran las palabras con las que nombrarlo. Con el relato emerge una comunidad en beta, porque siempre estará abierta a la llegada de nuevos sujetos y otras experiencias y porque para cada contexto tendrá que optar entre las muchas formas de narrarse.

Un laboratorio ciudadano entonces funciona como una incubadora de comunidades. Su principal función no es llenar el mundo con nuevos objetos epistémicos (hechos, conceptos, cosas o protocolos), patentables o no, sino con distintas maneras de componer lo que sabemos para garantizar nuevas formas de convivialidad: nuevas composiciones, antes que otras representaciones. Los laboratorios ciudadanos son el espacio donde aprendemos a vivir juntos. Son el espacio por antonomasia para la política experimental.

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Antonio Lafuente es miembro del Consejo Asesor de Teamlabs. Investigador del Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC) en el área de estudios de la ciencia. Investiga la relación entre tecnología y procomún, así como los nexos entre nuevos y viejos patrimonios. Dirige desde sus inicios en el año 2007 el Laboratorio del procomún en el MediaLab-Prado de Madrid, que agrupa una docena de académicos y activistas que, entre otras cosas, promueve proyectos para explorar de forma abierta y colaborativa, emulando las prácticas cuya eficacia acreditaron las comunidades hackers. Twitter: @alafuente
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